Son las doce de la noche, hora en que la fertilidad del imaginario llama a mi puerta con abrumadora voluntad y persuasión.
Es el momento seductor; cuando las sensaciones que han ido abonándose durante el día reclaman ser identificadas en una danza de inquietud introspectiva. Es el momento en que el abatimiento físico se acuesta y la sensibilidad se recarga de energía y habla por sí sola.
Despacio, apremiada por una avalancha de pensamientos, me dirijo al estudio, esa pequeña y cálida estancia donde anido mi alma de escritora.
El ordenador, fiel registro de lo que no se lleva la palabra hablada y una silla giratoria, presiden el pequeño lugar y me esperan, convocándome, desde el silencio.
Conecto mi cómplice red pero se hace de rogar durante unos minutos… Como en un ritual abro la puerta de la ventana: que salga lo que no hace falta y entren los duendes que quiera traerme el aire fresco de la noche.
Las estrellas, la imagen de una luna repleta o el sonido de la lluvia que entroniza mi refugio, constituyen el entorno y paisaje más edificante para volatilizar mis dogmatismos, dar firmeza a los sueños y fundirme en esa Nada rebosante del Universo.
En dos imprecisos minutos, cuando todo está dispuesto, empiezo a escribir. Exista o no idea preconcebida sobre el "qué", voy desarrollando el "cómo" a partir de una liberación inconexa y aparentemente caótica de todos los vocablos, frases y signos que pugnan por salir; sin ser mediatizados, sin obstáculos que le roben espontaneidad.
Poco a poco mi razón empieza a organizarse y a transmitir sus mensajes de forma coherente. Llega entonces el punto álgido en el que se esboza el perfil de una historia, cantando al unísono del genio que esa noche ha decidido visitarme.
A ritmo de prosa o poesía, destapo el baúl de mi conciencia fundida con la de mi especie y lo desmenuzo: pasiones y amarguras, el dulce sabor de mi más reciente ego o el llanto del que se impone, el mensaje de una vela encendida, el amor eterno de una noche de verano, los miedos, triunfos y quimeras, o la detestable máscara tras la que nos refugiamos en ocasiones, para disfrazar ese mundo de sentimientos que define la hermosura de lo compartido.
Todo ello aflora sin regla ni pudor y, en igual medida, me nutre, fortalece y enseña. Es la espada contra cualquier escepticismo y resignación; la magnífica herramienta para un aprendizaje sin límites que pondera mi integridad.
De pronto me detengo y siento un vacío indolente que paraliza la corriente. En un acto instintivo de aviso gestual, apreso la uña del pulgar derecho entre mis dientes y empiezo a mordisquearla para liberarme, como si fuese la frontera que bloquea la corriente.
Esa queratina, tantas veces renovada, no es capaz de eclipsar la huella de la niña que fui, de aquellos años durante los cuales el lenguaje musical sustituía a la letra.
Mi infancia, que transcurrió a lo largo de una apacible y serena época de fecundas vivencias hasta donde me alcanza la memoria. Pero también de tensiones y sobresaltos que por fortuna con el tiempo logré aprovechar sin necesidad de tener que disfrazarlos... demasiado.
Al final sólo queda como recuerdo una sutil y significativa muesca, espejo de esa diacronía emblemática que me define y honra, en cualquier caso.
Honrada, como hace que me sienta esta noche en que las estrellas han vuelto a ser testigos de mi verdad y la brisa nocturna me ha prometido la visita de un geniecillo maestro que vendrá más tarde, tal vez cuando todos vosotros, mis lectores, durmáis y yo esté preparada para recibirle.
(Relato de mi obra 'La Espiral')